20/04/2014
Desconocía
un lugar seguro para aquellos tiempos, no sabía si las olas lo
arrastrarían al centro del mar, pero se dejó llevar por la belleza de la
luna y aquella cálida noche de agosto. Y es que agosto es un mes
peligroso, o al menos a mí me asusta. Pero peor es septiembre, ese mes
lo cambia todo. Lo cálido se vuelve frío, lo corto se vuelve largo, lo
nítido se vuelve difuso... Es un mes que lo cambia todo, septiembre... Y
allí estaba, acompañado en sus soledad por diez billetes de cinco y una
botella que durante una noche lo mantendría con vida, soportaría sus
penas y le daría la felicidad que se merece. Y allí estaba, allí
permaneció toda la noche, en el lugar en el que ahogó sus penas, bailó
con las olas y lloró por ella... Y allí lo encontraron, una mañana de
agosto, según el forense llevaba muerto cinco horas. Aquel pobre hombre
bebió hasta olvidar, pero empezó a recordar. Recordó sus ojos, su
sonrisa, sus labios... Y sin pensarlo decidió morir con ese recuerdo, un
verano a su lado despertando entre las sábanas de la locura compartida
por el amor. Ese hombre a veinticuatro de agosto con camisa y vaqueros,
con zapatos de fiesta, decidió dejar su aliento en el mar, morirse de
pena y dejarla a ella, como último recuerdo reflejado en la arena. Que
culpa tenemos si la soledad nos hace ciegos, si la locura nos dá la
fuerza necesaria para cometer el posible mayor crimen de nuestra
historia. Ahogar las penas, y luego, ahogarse con ellas.
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