jueves, 15 de octubre de 2015

20/04/2014

Desconocía un lugar seguro para aquellos tiempos, no sabía si las olas lo arrastrarían al centro del mar, pero se dejó llevar por la belleza de la luna y aquella cálida noche de agosto. Y es que agosto es un mes peligroso, o al menos a mí me asusta. Pero peor es septiembre, ese mes lo cambia todo. Lo cálido se vuelve frío, lo corto se vuelve largo, lo nítido se vuelve difuso... Es un mes que lo cambia todo, septiembre... Y allí estaba, acompañado en sus soledad por diez billetes de cinco y una botella que durante una noche lo mantendría con vida, soportaría sus penas y le daría la felicidad que se merece. Y allí estaba, allí permaneció toda la noche, en el lugar en el que ahogó sus penas, bailó con las olas y lloró por ella... Y allí lo encontraron, una mañana de agosto, según el forense llevaba muerto cinco horas. Aquel pobre hombre bebió hasta olvidar, pero empezó a recordar. Recordó sus ojos, su sonrisa, sus labios... Y sin pensarlo decidió morir con ese recuerdo, un verano a su lado despertando entre las sábanas de la locura compartida por el amor. Ese hombre a veinticuatro de agosto con camisa y vaqueros, con zapatos de fiesta, decidió dejar su aliento en el mar, morirse de pena y dejarla a ella, como último recuerdo reflejado en la arena. Que culpa tenemos si la soledad nos hace ciegos, si la locura nos dá la fuerza necesaria para cometer el posible mayor crimen de nuestra historia. Ahogar las penas, y luego, ahogarse con ellas.

 

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